Los hebreos están cerca de la frontera de la Tierra Prometida, el objetivo geográfico del éxodo de Egipto. Las experiencias de los últimos dos años habían sido muy intensas.
Obtuvieron la libertad después de más de dos siglos de esclavitud y, en consecuencia, tenían que acostumbrarse a tomar las riendas del mando en sus propias manos. Dios había intervenido directamente para salvarlos de Egipto al enviar diez plagas, que fueron muy convincentes porque obligaron al faraón a que finalmente les permitiera salir del país; aunque, a última hora, el monarca decidió perseguirlos.
Los hebreos quedaron inmóviles frente a las hordas egipcias que estaban por alcanzarlos para obligarlos a retornar a la esclavitud. Entonces, Dios le dijo a Moshé que ordenara a los hebreos que continuaran con la fuga. Pero el mar Rojo se interpuso y nuevamente Dios hizo un milagro: se partieron las aguas y los hebreos lograron escapar. Los egipcios los persiguieron por el mismo sendero seco, pero murieron ahogados cuando las aguas se volvieron a juntar. El camino por el desierto era tortuoso y peligroso. Debido a la escasez de agua, Dios hizo otro milagro: de la piedra brotó el preciado líquido. Tampoco había comida y Dios, de nuevo, produjo el maná: un “pan” que aparecía junto con el rocío de cada amanecer. Su apetito por la carne también fue satisfecho mediante aves que súbitamente aparecen.
La travesía por el desierto los conduce al monte Sinaí, donde Dios revela Su Voluntad en un decálogo grabado sobre dos tablas de piedra: diez mandamientos que servirán de “Carta Magna” para toda la Humanidad y en toda época.
Con esos diez principios básicos, el pueblo judío se convertirá en el portavoz de la moralidad y, en cierta manera, esta ley se tornará su razón de ser. En adelante, el pueblo hebreo será perseguido y vejado porque no permitirá que otros se encaminen por el sendero del libertinaje y el abandono de los principios fundamentales de la moralidad, su mera presencia será un recordatorio de innegables imperativos: la responsabilidad por el prójimo y la solidaridad con el huérfano y la viuda, y todo aquel que por algún motivo no puede desarrollarse con normalidad.
Cuando llegó el momento de enfrentarse a Amalek, pueblo que se convertiría en el archienemigo del pueblo judío, Moshé levantó sus manos y mirada hacia el cielo y
Dios intervino para que los hebreos fueran los vencedores. Pero Amalek no fue derrotado completamente, sus descendientes aparecerían en la historia para retar periódicamente al pueblo judío. Desde Hamán hasta Hitler no le han dado tregua al pueblo judío: la amenaza es incesante.
Debemos destacar el cambio fundamental que se produjo cuando el pueblo hebreo se encontró a las puertas de la Tierra Prometida. Desde ese momento cesó la intervención divina directa, tendrían que librar la batalla por sí mismos.
Por ello, decidieron enviar una misión de exploración que informara acerca de las características del terreno y la naturaleza de sus habitantes. Las doce personas que fueron seleccionadas para la investigación no eran las más expertas en espionaje, al contrario, eran los líderes de las tribus, las figuras que gozaban de aprecio y, por lo tanto, su informe sería respetado y podrían dar confianza para la conquista.
Después de una visita a lo largo y ancho del territorio, la delegación entregó un reporte pesimista: las ciudades estaban fortificadas y sus habitantes eran gigantes. “No podremos conquistar esta tierra”, sentenciaron. Había llegado el momento crítico de tomar una decisión y asumir sus consecuencias, porque las batallas tendrían que ser libradas sin la ayuda directa divina. Aparentemente, el pueblo no estaba preparado para asumir esa realidad y tendría que continuar por las arenas del desierto durante treinta y ocho años más, hasta que todos los que habían llegado a una edad adulta en Egipto hubieran perecido, para permitir que las decisiones futuras fueran tomadas por quienes se habían formado en libertad, pues la esclavitud no era una alternativa.