La construcción del Mishkán, que es el tabernáculo que le servirá a nuestros antepasados en su culto al Creador, recibe minuciosa atención en nuestros capítulos. Tal como conocemos de las lecturas anteriores, no es ésta la primera vez que nuestro texto detalla los diferentes objetos y trabajos que fueron necesarios para el Mishkán. Algunos expositores e intérpretes bíblicos se esfuerzan por encontrar un razonamiento para esta insistencia y repetición. Antes de intentar responder a esta interrogante, es importante notar cierta modalidad en el proceso de la construcción de este Mishkán.
El Mishkán se construye con la participación de toda la sociedad. Se exhorta a cada miembro para que contribuya con majtsit hashékel, que es una cantidad igual para todos, para evitar posiblemente que alguna persona o grupo se apodere de la conducción y del funcionamiento de este Mishkán. En cierta forma, los kohanim que componen el sacerdocio del culto, no tienen exclusividad del recinto sagrado, porque el pueblo, en su totalidad, ha participado en su construcción y continuará haciéndolo con su mantenimiento y con sus contribuciones para las necesidades de este Mishkán. El aporte de los diferentes materiales necesarios para la construcción del Mishkán le ha dado a cada uno una vía adicional para expresar de manera concreta su inquietud y fervor religiosos. El judío se sentirá, de aquí en adelante, involucrado personalmente y como factor activo en el culto de la fe, hecho que es una característica esencial y un pilar fundamental de la tradición judía.
Al entrar a una sinagoga se nota de inmediato la diferencia entre ésta y otros templos. No existe un oficio o sacrificio simbólico ofrecido por un sacerdote. El jazán que dirige los rezos en la sinagoga, (aunque con algunas excepciones) viene a ser en gran medida, director de orquesta que pone orden a la recitación de las plegarias por parte del público asistente, el que a su vez, tiene que ser un participante activo en todos los aspectos del servicio religioso. En un principio, durante el culto en la sinagoga, cada persona llamada para una aliyá, que es la lectura de la Torá, efectivamente leía, él mismo, los versículos de la porción que se le había asignado. Pero cuando los jajamim notaron que en los oficios había feligreses que no podían cumplir con esta tarea y, que por lo tanto, quedaban discriminados, optaron por delegarle a una persona, designada de antemano (báal keriá), para que a nombre de todos declamara y cantara la lectura.
La enseñanza judía, por lo tanto, es diferente a la de otros, y hasta revolucionaria, porque arrebata el monopolio del sacerdocio en el culto religioso. Durante la última etapa de nuestra historia, anterior a la destrucción del Beit HaMikdash, que era el Templo sagrado de Jerusalem, se acentuó la rivalidad entre dos de las corrientes existentes. Por un lado estaban los Tsedukim, Saduceos que representan básicamente a los kohanim que componen el sacerdocio, y por el otro lado encontramos a los Perushim, Fariseos que agrupa a los jajamim que son los maestros y estudiosos de la tradición.
La destrucción del Beit HaMikdash aceleró esta rivalidad que culminó con el predominio intelectual de los Perushim. Estos últimos interpretaron las Sagradas Escrituras y estamparon con sus enseñanzas la esencia de la práctica y de la fe judía. Su obra magna es el Talmud que recoge las discusiones y las polémicas de las grandes academias de estudio de Babilonia y de Palestina. Desde cierta estrecha, pero afinada perspectiva, el Talmud revela, de manera más auténtica que la misma Biblia, el geist del judaísmo. El Talmud nunca podría ser incorporado a la vida de otro grupo si este grupo no abandonase previamente su identidad anterior. La Biblia, en cambio, fue adoptada por el cristianismo, el cual aunque similar en algunos aspectos, es muy diferente y “otro” del judaísmo en un gran número de proposiciones fundamentales. La mencionada participación mancomunada en la construcción del tabernáculo en el desierto, constituye, entonces, un primer paso para la “democratización religiosa popular” que será una premisa fundamental del judaísmo.
La decisión Divina de ordenar la construcción de este Mishkán parece ser, como ya anotamos en un capítulo anterior, un compromiso con la noción de la existencia de un Dios que no es visible. El pueblo exige alguna representación tangible de un concepto que es enteramente abstracto. No era posible borrar rápidamente la memoria de la experiencia egipcia de centenares de años. Por lo tanto, el Mishkán y la menorá y todos los objetos que contiene este recinto sagrado son símbolos de ideas que fueron revolucionarias en su momento, pero que representan, al mismo tiempo, verdades permanentes.
Por siglos, incluyendo el de la gloriosa época de la construcción del Beit HaMikdash durante el reino de Shelomó, continuó la lucha por desterrar las costumbres y las ideas paganas del seno de nuestro pueblo. El monoteísmo no se impuso de inmediato con la maravillosa revelación en el Monte Sinaí. Fue necesario destruir numerosos ídolos y falsos conceptos, en un proceso de maduración y desarrollo de las nuevas ideas que revolucionarían al mundo entero.
La destrucción del segundo Beit HaMikdash y el destierro de nuestros antepasados causaron un trauma nacional de enormes proporciones. En el exilio no había la posibilidad de ofrecer los sacrificios que constituían el culto diario en el Beit HaMikdash. La etapa que había comenzado con el Mishkán después del Éxodo de Egipto había llegado a su conclusión. Peligraba ahora la estabilidad de la fe en el Dios único que finalmente se había arraigado y formaba parte de la identidad judía. El Beit HaMikdash no es portátil y no podía ser incorporado a un nuevo estilo de vida religiosa fuera de la tierra ancestral.
En este momento de la historia se impone con mayor fuerza la perspectiva de los Perushim que toman para sí la bandera del estudio y del esfuerzo por una comprensión más profunda de los principios de la tradición religiosa. Con la pérdida del culto de los kohanim que se realizaba en Jerusalem, surgen las academias y las tertulias. Aflora con vigor la Sinagoga, cuyas raíces se habían constituido, tímidamente, durante el último período de la existencia del Beit HaMikdash. La figura del Rabí (rabino) que es el maestro, el experto intérprete de la tradición, adquiere prominencia en la jerarquía religiosa. En algún momento de la Edad Media, nos encontramos con la profesionalización de este Rabí que percibe una remuneración de la comunidad (equivalente a lo que hubiera percibido por otro oficio, si le dedicase un tiempo similar) a fin de entregarse, a tiempo completo, al estudio y a los quehaceres espirituales de la sociedad.
De tal modo, se da la transición de una fe cuyo centro físico está en Jerusalem, a una tradición que puede ser transportada y llevada a los confines del mundo. El sacrificio tiene que ofrecerse en el Beit HaMikdash, pero las oraciones y el estudio no están circunscritos a un área geográfica. Esta nueva adaptación de la fe, obligada por el exilio, reforzó la determinación por la sobrevivencia y afinó nuestro ingenio creativo en la búsqueda de nuevas modalidades para expresar las verdades espirituales que habíamos heredado. Sin embargo, la posibilidad actual de residir en Medinat Israel abre nuevas perspectivas para desarrollar con la experiencia obtenida en el exilio, una apreciación y comprensión más profundas del gran descubrimiento del patriarca Avraham que es la existencia de un solo Dios y en consecuencia, el de la hermandad entre todos los seres humanos.