Es imposible permanecer insensible a la súplica de Moshé ante Dios para que le permita cruzar el Yardén y ver la magnificencia de la Tierra Prometida. Aunque el ruego de Moshé a favor del pueblo hebreo es siempre escuchado, en el caso personal la sentencia no es conmutable. Dios le permitirá ver la Tierra, mas no pisarla. Incluso Moshé, Adón Ha- Neviim, el “Señor de los Profetas” tiene que someterse a la voluntad Divina.
Está claro que Moshé quería ver la culminación, la compleción de su tarea. Había sido el mensajero de Dios para convencer al Faraón para que permitiera el éxodo del pueblo hebreo de la esclavitud egipcia. Había conducido a los hebreos al Har Sinai, al monte Sinaí, donde recibieron la Torá, y durante cuarenta años se había dedicado a explicar y comentar cada una de sus normas y leyes. Ahora, ante las puertas de la Tierra Prometida, Dios decide que su tarea ha terminado: no conducirá el proceso de la conquista. Será su discípulo Yehoshua quien asuma el mando en esta nueva etapa de la historia. De esta manera, Moshé es incluido entre aquellos que tenían más de veinte años cuando salieron de Egipto y que tendrán que morir en el desierto.
La conquista de la tierra exigía una nueva tipología, la del hebreo que desconoce la esclavitud y que no mira atrás, hacia Egipto, al enfrentar cualquier contratiempo.
Además de lo antedicho, probablemente había otras razones para el desánimo de Moshé. A diferencia de otras tierras, la tierra de Israel crea un enlace, un brit, un pacto con el pueblo que la habita. ¿Por qué tenía que residir el pueblo hebreo sobre esas tierras en particular? Porque la tierra de Israel no tolera la idolatría. Era necesario erradicar cualquier vestigio del rito pagano y propagar la noción de la existencia de un solo Dios a lo largo y ancho de esa tierra y esa era la misión del pueblo de Israel.
Cuando la Humanidad tenía sólo conocimientos incipientes de agricultura y probablemente desconocía las ventajas que producía el “descanso” periódico de la tierra, la tierra de Israel, en una demostración de su personalidad propia, exigía el descanso semanal en años: cada séptimo año, tal como si fuera un ser viviente, humano o animal.
En el caso de la administración de justicia exigía el establecimiento de una corte en el portal de cada ciudad. Además, solicitaba que se apartasen ciudades donde las personas que cometieran involuntariamente un asesinato podrían encontrar albergue y seguridad de las manos del Goel Hadam, el “vengador” del muerto que los acecharía fuera de los límites de esas ciudades.
La tierra de Israel era intolerante frente a la conducta inmoral de sus habitantes y los expulsaba cuando mostraban indiferencia por los más necesitados. Cuando sembraban la tierra, tenían que dejar el producto de las esquinas de los campos para los pobres. Durante la cosecha no podían recoger el fruto que caía de sus manos, tenía que quedar también para los pobres. Ni la propiedad era permanente.
Las tierras volvían a sus antiguos dueños cada cincuenta años en el Yovel, el año jubilar.
Tres veces al año, los hebreos residentes en la tierra de Israel tendrán que ascender a la ciudad santa de Yerushaláyim para una comunión más cercana con Dios. El ambiente del fervor religioso reinante en Yerushaláyim, como consecuencia de la presencia del Beit HaMikdash, estaba aunado al compañerismo que producía la proximidad con el resto del pueblo que venía a celebrar, a festejar con devoción las fechas históricas, colmadas de espiritualidad que los Shalosh Regalim, las festividades de Pésaj, Shavuot y Sucot representan.
El espectáculo de los enormes racimos de uvas que los Meraglim, los exploradores, cargaron como un recuerdo de su travesía por la Tierra Prometida, no había producido la angustia y el dolor de la sentencia Divina. Moshé no se lamentó por ninguna consideración material. Moshé quiso ambular por la tierra que, desde que la pisó el primer patriarca Avraham, había sido reservada para el pueblo que sería
Or lagoyim, un faro de luz para el resto de la Humanidad. Moshé quería ver como se conjugaban tierra y persona, quería oxigenarse con Avirá dear’á majkim, con el aire que sustenta no sólo los pulmones, sino que inspira, impulsa y obliga al comportamiento solidario con el menos afortunado.