Moshé repite en casi todos sus discursos de despedida del pueblo hebreo que tiene una tarea fundamental que realizar al ingresar a la Tierra Prometida: deben eliminar cualquier vestigio de idolatría. No hay qye olvidar que estamos en el comienzo de la historia de este pueblo, que portaba como estandarte un credo revolucionario y perdurable.
Mientras que otros pueblos adoraban a sus ídolos locales y, cuando era necesario, incorporaban efigies adicionales a su panteón, los hebreos rechazaron la validez de esa cultura religiosa. El Dios único de los hebreos era celoso y no toleraba deidad alguna a su lado. Incluso no podía adorársele en cualquier lugar. Había un sitio único, situado sobre un monte específico donde debería erigírse un templo desde el cual se ofrendarían los sacrificios para la expiación del pecado, como expresión de agradecimiento al Creador y en los actos de conmemoración de las festividades del calendario hebreo. Ese lugar es el monte Moriyá, en la ciudad Yerushaláyim.
Mientras que la ofrenda en sí ocupa un lugar central en la práctica de la idolatría, el Dios único exige para la obtención del perdón, además de la ofrenda, el arrepentimiento. La ofrenda no tiene lugar cuando el pecado es deliberado: en ese caso se produce el castigo o la reposición del hurto con una sanción pertinente. Según un texto de Maimónides, los sacrificios fueron ordenados en cierto momento histórico, horaat shaá, para contrarrestar la práctica generalizada de la época. La eliminación total de los sacrificios hubiera creado un ambiente de desconcierto para el pueblo hebreo, si se toma en cuenta que las ofrendas constituían una práctica universal en el marco de la idolatría.
El proceso de conquista de la Tierra Prometida incluyó tres tareas básicas: borrar la estirpe de Amalek, el enemigo implacable del pueblo hebreo; seleccionar un rey y construir el Beit HaMikdash, la Casa de Dios. Mientras que las primeras dos faenas estaban básicamente definidas, en el caso del Beit HaMikdash la Torá no identifica con exactitud el lugar donde debe erigirse la Casa de Dios. Los versículos pertinentes rezan: “…el lugar que el Señor, tu Dios, escogerá”.
“Allí es donde buscarás al Señor y traerás todas las ofrendas y sacrificios”. Maimónides sugiere que esta indefinición fue deliberada para evitar que las tribus entraran en un conflicto acerca de cuál de ellas podría incluir ese monte en su territorio.
Además, la falta de claridad evitó que otros pueblos se posesionaran del lugar óptimo para el sacrificio y la comunicación con Dios. Y efectivamente así fue: muchos batallaron para posesionarse de ese lugar, tal como lo demostraron las Cruzadas del siglo X y el conflicto actual sobre la explanada de la mezquita en Jerusalén. Porque está claro que quienes proponen que Israel ejerza soberanía sobre el Kótel, mientras que los palestinos tengan un derecho similar sobre la mezquita y la explanada, olvidan que el lugar más sagrado para el pueblo judío es, en realidad, el sitio que ocupa la actual mezquita. El Kótel era solamente el muro exterior del área del Beit HaMikdash, mientras que el Kódesh HaKodashim estaba situado exactamente en el lugar de la mezquita.
La posición geográfica del Kódesh HaKodashim fue el hecho que impulsó al Islam para construir su santuario en ese lugar. El patriarca Avraham utilizó el monte Moriyá para la ofrenda, porque Dios lo había dirigido a ese lugar en el episodio de Akedat Yitsjak, la “atadura” de Yitsjak sobre un altar para ser sacrificado. De ese momento en adelante, Moriyá se convirtió en el lugar propicio para la oración y el servicio de Dios. Tal vez el Beit HaMikdash debía haberse erigido en el monte Sinai, porque allí es donde Dios reveló su voluntad al pueblo hebreo a través de los Diez Mandamientos. La escogencia de Moriyá se debió probablemente al hecho de que mientras en el Sinai el hebreo recibió lo que Dios entregó, en cambio en Moriyá el hebreo entregó: Akedat Yitsjak demostró su disposición de ofrendar la vida, y Dios recibió.