ALGUNOS GIGANTES DEL ESPÍRITU

HAAZINU_DEUTERONOMIO XXXII:1-XXII:52

Estos capítulos aparecen en forma de verso en la Torá, que hace una excepción para este canto que está escrito en 2 columnas angostas, las cuales ocupan el espacio que normalmente está asignado a una columna. Dado que se trata de uno de los últimos pronunciamientos de Moshé, este poema adquiere mayor importancia. Nuestro texto empieza con Haazinu hashamáyim…vetishmá haarets…: “Escuchen los cielos… y que escuche la tierra…”. Palabras similares se encuentran en el libro de Yeshayahu, en el que el profeta exclama Shim’í shamáyim vehaazin erets: “Escucha cielo, y que escuche la tierra”. 

En el hebreo original se puede notar que, en cada caso, hay 2 palabras diferentes para señalar escuchar: lehaazín y lishmoa. Rashí señala que lehaazín se refiere a escuchar de cerca, mientras que lishmoa quiere decir escuchar un sonido lejano. Moshé, quien era de talla espiritual más elevada a la del profeta Yeshayahu, estaba más cercano al cielo; por ello se utiliza la palabra lehaazín cuando se señala un sonido que debe ser escuchado en los cielos, mientras que ese vocablo es utilizado por Yeshayahu con referencia a su cercanía a la tierra, solamente cuando se le compara con Moshé.

Con esta distinción en mente, señalamos que hay episodios bíblicos que son muy difíciles de comprender. Por ejemplo, el caso de la atadura de Yitsjak sobre un altar nos resulta incomprensible cuando leemos que fue el padre, Avraham, quien lo colocó para ser sacrificado. ¿Cómo puede un padre contemplar tal sacrificio? Cuando Dios le instruyó conducir a su hijo al holocausto, la respuesta de Avraham debería haber sido: “Estoy personalmente dispuesto a ofrecer mi vida si eso es lo que se exige, pero no puedo ofrendara mi hijo”. Incluso esta conducta sería considerada como de absoluta valentía, hecho que muy pocas personas estarían dispuestas a hacer y demostraría la profunda fe de la persona. 

Nuestro asombro ante la actitud de Avraham es el resultado del intento de colocarnos en el lugar del patriarca. Si consideramos que Avraham revolucionó el mundo de las ideas y del espíritu con su propuesta de la existencia de un solo Dios que rige el destino de cada ser, debemos asumir que estamos en presencia de una personalidad singular, sin parangón anterior, un personaje para el cual no se puede aplicar las usuales mediciones o evaluaciones. La fe de Avraham en Dios era total, sin titubeo alguno. Avraham “sabía en su mente” y “sentía en su corazón”, sin asomo de duda alguna, que Dios era justo y que jamás cometería un equívoco o una inmoralidad.

De acuerdo con la tradición judía, Moshé estaba en un nivel espiritual superior al de los patriarcas: no tenía parangón. Era un gigante del espíritu. La Biblia testimonia que Dios le hablaba a Moshé “boca a boca” y no en un sueño o en una aparición nocturna. Bejol beití neemán hu, “En toda mi casa es la persona de confianza”, es la expresión que la Torá atribuye a Dios con referencia a Moshé.

La sentencia Divina que le impidió a Moshé pisar la Tierra Prometida provocó el ruego y la petición, vaetjanán, y Moshé imploró. El citado Rashí comenta que la solicitud de Moshé no estaba basada en mérito alguno, porque Dios conoce incluso los pensamientos y sentimientos que no han sido expresados con palabras. Moshé imploró apelando a la Misericordia Divina, que esta vez tuvo que dar paso al patrón de la Justicia Absoluta. 

Por ello, la vida de Moshé es una especie de sinfonía espiritual inconclusa: extrae al pueblo esclavizado de Egipto y los conduce al Sinaí, donde Dios revela Su Voluntad y especifica un conjunto de normas que conducirán a la realización espiritual y social de la Humanidad. Así como la vida de Moshé fue una sinfonía inconclusa, la mortalidad recuerda con toda crudeza que ninguna persona puede terminar su cometido sobre la tierra. 

Serán las generaciones futuras las encargadas de construir sobre lo edificado con anterioridad, ampliar el cúmulo del conocimiento basándose en las memorias de otras generaciones. La sinfonía tendrá una conclusión en alguna época mesiánica, que depende probablemente de una actuación solidaria con los desfavorecidos, de una conducta personal apegada totalmente a esos diez instructivos que fueron grabados sobre piedra que ningún tirano ha podido borrar.