Hemos tratado la materia con anterioridad, sin embargo, sale a relucir con frecuencia, porque carece de una aparente explicación satisfactoria. El tema es la libertad de acción, el libre albedrío del ser humano, retado y cuestionado, por ejemplo, en el relato bíblico en el cual Dios “endurece” el corazón del Faraón para que no permita que los hebreos salgan de Egipto. Debido a la negativa del Faraón, Dios envió plagas que diezmaron a los egipcios, como una demostración de Su poderío y autoridad que estaba por encima del poder de los dioses del panteón egipcio. El Faraón es castigado por su terquedad, por no permitir el éxodo que sería el modelo moral para las generaciones futuras. Un pueblo no debe esclavizar a otro pueblo, cada grupo o individuo debe poder servir a Dios, a su Dios, en la manera que considere adecuada.
El gran dilema ético es ¿cómo se puede castigar al individuo cuando Dios le “endurece” el corazón? El castigo y la recompensa deben sustentarse en la posibilidad de poder elegir libremente, pero cuando los actos están predeterminados o cuando una fuerza superior impone cierto comportamiento, ¿acaso es moral en tal circunstancia culpar a la persona que carece de opción, de libre albedrío?
Leemos, por ejemplo, en Deuteronomio: “Les doy la posibilidad de elegir entre el bien y el mal,… les aconsejo que opten por el bien”, instructivo que enseña que la persona tiene alternativas y, por lo tanto, permite que se le exija el rendimiento de cuentas, que se cuestione la conducta del ser humano. ¿Por qué no eligió el Faraón hacer el bien? Era una alternativa viable, al alcance de su voluntad de soberano.
El Talmud cita a Rabí Yojanán, un erudito que afirma que en varias ocasiones anteriores Dios le había avisado al Faraón que cambiara de actitud. Las primeras cinco plagas que azotaron a los egipcios debían haber sido la advertencia, fue únicamente desde la sexta plaga en adelante que el texto reza que Dios “endureció” el corazón del Faraón. Rabí Yojanán enseña, tal vez, que la perversidad y el mal, eventualmente, se convierten en una segunda naturaleza del ser humano, privan el libre albedrío. El pecado se apodera de la persona y lo atrapa.
No obstante, lo antedicho, el judaísmo manifiesta que nunca es tarde para el arrepentimiento, para el retorno a las raíces de la decencia y moralidad. La idea es que la persona puede cambiar, incluso el día de su fallecimiento. Postular que quien se acostumbra a la inmoralidad pierde autonomía ética, contradice la posibilidad de teshuvá, volver a Dios. El Talmud cita que el verdugo de los diez sabios condenados a la muerte por las autoridades de la época preguntó: ¿acaso tendría un lugar en el Más Allá, si le quitaba la lana mojada que había sido colocada sobre el pecho de uno de los sabios para prolongar su agonía mientras era incinerado? La respuesta fue positiva, sí obtendría el lugar anhelado. Incluso una acción de dudosa piedad, que como en este caso solo menguaría el dolor, porque la inevitabilidad de la muerte del sabio no había sido alterada, era meritoria señal de piedad.
El arrepentimiento no consiste únicamente en Vidui, una declaración o reconocimiento de haber errado, puntualiza el estado de estar totalmente involucrado, es la experiencia que debe envolver y modificar a la totalidad del ser. Usualmente, identificamos a la confesión con la admisión del pecado, en realidad es una confidencia cuyo tema incluso puede ser el éxito y el logro. La confesión se realiza ante Dios, porque Él es el Único ante Quien se puede desnudar el alma, libre del manto de la hipocresía, tanto en el momento que solo avisora la tiniebla como en la hora de la alegría suprema.
El relato referente al “endurecimiento” del corazón del Faraón debe ser analizado con mayor detalle. En aquella época, Egipto era una de las dos potencias más importantes del área. Había surgido gracias a la utilización de esclavos en el trabajo. Erigieron palacios y construyeron ciudades, se destacaron en la agricultura, todo a base del trabajo forzado, no remunerado, de centenares de miles de siervos. Súbitamente, aparecen en el escenario Moisés y Aharón, se dirigen a la corte del Faraón y exigen la libertad de sus hermanos. La consecuencia hubiera sido catastrófica, porque la economía egipcia estaba basada en la mano de obra barata, en realidad, gratuita. Después de la muerte de los primogénitos, hecho que incluyó al primogénito real, en un momento de desesperación, el Faraón sucumbe a la petición de dejarlos en libertad, pero horas más tarde inicia la persecusión de los esclavos porque los cimientos de la sociedad egipcia cederían ante la ausencia de estos siervos.
El “pecado” del Faraón consistió en ignorar la posibilidad, en efecto la necesidad, de producir un “cambio” en la economía egipcia. La inmoralidad de la esclavitud debía haberlo conducido a pensar en alternativas, por más difíciles y traumáticas que éstas fueran para la sociedad, soluciones a largo plazo, que en un futuro producirían un entorno digno, éticamente viable, para su pueblo.
Los dilemas atrapan cuando el intelecto es ocioso, cuando no se perfora los límites que han sido marcados arbitrariamente por lo pragmático y utilitario, cuando se juzga los eventos por el beneficio material inmediato y se aparta el ingrediente auténticamente espiritual del ser humano. Existe la auto limitación del libre albedrío por falta de imaginación, por el cese de la búsqueda de soluciones creativas y novedosas a encrucijadas y circunstancias laboriosas.
Moisés surgió del palacio del Faraón, el sofocante yugo no permitía que naciera de la masa humana esclavizada un espíritu que conciba y luego se atreva a desafiar a la tiranía, pero en las generaciones siguientes, cada época, habiendo aprendido de la experiencia hebrea en Egipto, produjo su propio liderazgo interno que enarboló la bandera de la libertad y los derechos básicos de la sociedad. Debido a ello, en todo momento de significación religiosa judía, repetimos “en recuerdo del Éxodo de Egipto”.